Vivir en Menorca es un privilegio que no siempre se puede elegir. Para algunos, es el lugar donde echar raíces. Para otros, un sueño aplazado. Para demasiados, una despedida forzada. Y eso, en una tierra como esta -rica en belleza, historia y comunidad- debería doler mucho más de lo que duele.
Porque Menorca no es solo una postal. Es un modo de vida. Un ritmo distinto. Una isla que te obliga a parar, a sentir, a recordar lo que importa. Aquí aún se saluda en la calle. Aún hay tiempo para el silencio. Pero también hay una tensión que crece. Un rumor que se extiende entre los jóvenes que no encuentran cómo quedarse, entre las familias que hacen números imposibles, entre los que quieren venir a aportar, y no encuentran cómo.
Llevo años en el sector inmobiliario. He visto cómo cambia la isla. Cómo se transforma, cómo se resiste,… cómo se adapta. Y, sobre todo, he visto cómo, a fuerza de no decidir, vamos perdiendo cosas que no deberían perderse: el talento, la vida en invierno, la esperanza de quienes sí creen en un modelo equilibrado.
Porque no se trata de construir más. Ni de prohibir todo. Se trata de pensar mejor. De planificar con sentido. De entender que la sostenibilidad real no es solo ambiental, sino también social y económica. Que lo más insostenible no es levantar una vivienda: es expulsar a quienes forman parte de esta isla.
Y es que Menorca tiene algo que no se puede fabricar: autenticidad. Esa mezcla única de tierra, mar y carácter. Un lugar que muchos admiran, pero que pocos entienden de verdad. Y entenderla implica cuidarla, sí. Pero también abrirla. Con criterio. Con respeto. Con mirada larga.
Hoy, la isla está parada. Bloqueada entre discursos que suenan bien, pero no resuelven nada. Entre normativas que congelan, y realidades que arden. Mientras tanto, los trenes pasan: el de la innovación, el de la vivienda asequible, el de los jóvenes que podrían liderar el mañana, pero a los que hoy les cerramos la puerta.
Desde Bonnin Sanso llevamos años intentando abrir vías. Con proyectos, con alianzas, con propuestas. Con errores y aciertos, pero siempre con intención de avanzar. Porque amar esta tierra no es contemplarla de lejos. Es implicarse. Es ensuciarse las manos. Es decir lo que nadie quiere oír, si es lo que hay que decir.
Menorca puede ser un referente. Puede ser una isla donde se viva de verdad. Donde convivir no sea un problema. Donde quedarse no sea un privilegio. Pero necesita coraje. Político, técnico, emocional. Coraje para actuar. Para decidir. Para asumir que proteger no es esconder, y que vivir no es un delito.
Este texto no es una denuncia. Es un compromiso. Un recordatorio de que la belleza, sin valentía, no basta. Y de que hay mucho en juego. No el mercado. No los números. Lo que está en juego es el alma de la isla.
Y eso, más que defenderlo, hay que merecerlo.
 
         
         
     
  
									 
									 
									 
									 
									